Mafias, ilegalidad y caos: la tortura de cruzar la frontera

Frontera Colombia y Venezuela

Un sinfín de carpas hace tétrico el paisaje. La polvareda de las cinco de la tarde se mezcla con la fetidez que sale de cada esquina, el viento sopla y la miseria se te mete por los poros. Gritos, carreras, sacos, cajas, ofertas, maletas. Confusión. El mercado a cielo abierto más grande que mis ojos hayan visto se llama “La Parada” y estoy aquí, en el Norte de Santander. Tierra de paso, de sueños y llanto. Lugar donde se cruzan la rabia, el dolor, la esperanza, el odio, el amor, el rencor, la inseguridad, la hospitalidad y el terror. La frontera más caliente de América Latina acoge la cotidianidad más abrumadora que los ciudadanos hambrientos de libertad pueden soportar. La vulnerabilidad es absoluta, en el cruce fronterizo te protegen tus santos, tu Dios, tus ánimas, tus energías, te aferras a las fuerzas sobre naturales capaces de controlar la maldad encarnada en las mafias que huelen tu nerviosismo y te atrapan en un abrir y cerrar de ojos.

-¡Café, café, café, café, a mil pesitos el café!

Grita una señora subida de peso y con una carrucha cargada de termos hirviendo.

-Papi, vente por aquí, te paso por la trocha. Sin pasaporte ni carnet. Barato.

Se me acerca y me trata de seducir una joven de cabello largo y licras bien apretadas. Trato de ignorar sus ofertas, pero insiste. Se abalanza sobre mi maleta y trata de llevarme a su terreno. Me alejo cual víctima de acoso. Camino, cada vez más rápido.

El río de gente que circula todos los días entre San Antonio del Táchira (Venezuela) y Cúcuta en el Norte de Santander (Colombia) es incalculable, cualquier ejercicio por precisar resulta dudoso porque es -casi imposible- contar a los que cruzan por encima o por debajo del puente Simón Bolívar, los que pasan con pasaporte, Carnet de Movilidad Fronteriza o los que se hacen invisibles y se mimetizan con los contrabandistas.

Al llegar a San Antonio todo es confuso, la ciudad -que algún día fue- se descubre por las fachadas roídas y las calles con huecos. Los murales revolucionarios demarcan el territorio y dejan claro que es una zona de armas tomar. Los militares con fusil a la espalda dan la sensación de haber llegado a una zona de guerra. Los comercios ambulantes y el griterío te hacen perder el sentido del tiempo y del espacio. “Siga a la gente y no se pare”, me ordenó un compañero que conoce la zona y su dinámica. Abriendo paso ente los vendedores y las murallas metálicas de la Guardia Nacional llegamos hasta la Aduana, la primera parada para quien pretende salir del país caminando. Los uniformados revisan con la mirada y escanean a los viajeros de arriba abajo. Las maletas, los sacos y las cajas son imanes que activan las requisas.

-¡Ey, a la derecha!

Grita un guardia y me hace salir de la fila. Subí la maleta a una mesa oxidada y abrí el cierre para que pudiera registrar.

-¿Para dónde viaja?

Me preguntó con tono de quien solo sabe dar órdenes en un cuartel.

-Para Bogotá.

Respondí como quien sabe que la pregunta está de más y que solo esperan que te pongas nervioso para tener un motivo que les permita indagar y requisarte los bolsillos y la cartera.

-¿A qué?

Insistió el guardia, como esperando alguna respuesta prefabricada.

-A una actividad de la Compañía de Jesús.

Volví con tono cortante.

-¿Usted es Jesuita?

Subió el tono mientras revolvía cuadernos, franelas, lápices, medias y revistas en mi maleta.

-Más o menos.

Sentencié, sin quitarle la mirada al desastre que hacía con mis cosas. Y no, no soy Jesuita.

-Siga adelante.

Dijo y cerró el bolso con todo patas arriba.

Las requisas no son otra cosa que un intento por intimidar al viajero, de retrasarlo en su afanada ruta por cruzar el puente. ¿Quién traficaría algo por la aduana si tiene 2.219 kilómetros de frontera para ir y venir por cualquier lugar sin la presencia de las autoridades?, ¿quién va a cruzar algo ilegal por arriba, si tiene cancha abierta debajo del puente?

Las mafias existen y están ahí

Cuando al fin terminamos de cruzar la aduana comenzó el verdadero “pandemonio”. La fila para sellar el pasaporte y, en consecuencia, superar la segunda estación del migrante era interminable. Nos acercamos y preguntamos por el último de la cola. Antes de siquiera acomodarnos para esperar apareció el primer indicio de irregularidad.

-¡Vi ai pi!, vi ai pi, sello vi ai pi! (VIP)

Gritaba a todo gañote una muchacha pinturreada y con ropa deportiva.

-¿Cómo es eso?

Preguntamos curiosos.

-Son 60 mil pesos o 20 dólares, y pagas cuando te devuelva el pasaporte con el sello de salida.

Explicó su oferta y se acercó con intenciones de recibir nuestros documentos, pero no. No teníamos dinero ni ganas de pasar un mal rato ante cualquier imprevisto.

-Esta cola puede durar todo el día, se puede ir la luz o el sistema, con el sello express se evitan perder tiempo.

Mientras ella argumentaba y hacía advertencias se me heló la sangre y comencé a sudar. Si esto pasa ante las narices del Ejército, ¿qué otra cosa se tolera en este desastre?, me pregunté y fingí ignorar todo su rosario de premoniciones catastróficas. Decidimos salirnos de la fila y caminar por los alrededores para observar y esperar el milagro de sellar los pasaportes sin hacer trampa ni perder el avión a Bogotá el día siguiente.

Cuando se habla de mafias se hace referencia a todo grupo que se organiza para transitar al margen de la legalidad. ¿Quién acepta los pasaportes y los sellos express en la oficina de migración?, ¿quién se queda con los 60 mil pesos o los 20 dólares que la gente paga por no hacer fila?, es una evidencia de la articulación que existe entre quienes caminan por el costado de lo legal y quienes representan la institucionalidad de un país.

Mientras caminábamos por los alrededores del puente internacional, me sorprendió la cantidad de personas cruzando la frontera por debajo, sin papeles ni sellos de ningún tipo. Recostados a la baranda están los captadores de clientes.

-Papi, te paso por la trocha. Dame 30 mil pesos y cruzamos de una.

-Por cuarenta mil pesos te paso y te cargo la maleta, pana. Dale.

-Abajo está la guía esperando, broder, dame 40 lucas y cruzamos sin rollo.

Todas esas ofertas reflejan un tipo de mafia que opera en la raya imaginaria. ¿A dónde van a parar los miles de pesos de quienes aceptan cruzar ilegalmente?, ¿operan solos?, ¿por qué debajo del puente no hay militares evitando el paso?, ¿a quién le conviene?

Con el paso de las horas el sol arrecia y los olores fétidos generan una atmósfera tan pesada, que de a ratos dan ganas de vomitar. No hay baños, la gente hace lo que puede donde se pueda, o se aguanta. La humedad hace que la ropa se te pegue del cuerpo y la transpiración sofoca. En la frontera los minutos pasan lentos, mi reloj marca las 11 de la mañana y siento que tengo una semana caminando y mirando las montañas del pie de monte andino.

Casi a las 5 de la tarde volvimos a la plazoleta militarizada donde se esconde, entre árboles, la oficina de migración, para nuestra sorpresa no había nadie, ni un alma. Solo un par de guardias mirando la pantalla de sus celulares sin prestar mucha atención a la vigilancia. Por un instante, nos sentimos derrumbados porque presumimos que habían cerrado por un apagón o por una caída del sistema. Tímidamente nos acercamos a las taquillas, una mujer asomó la mano por entre las rejas y soltó un “buenas tardes” tan o más tímido que nuestra actitud.

-Buenas tardes, para sellar la salida, por favor.

Dijo un compañero sin esperar una respuesta positiva. Pero la chica tomó su pasaporte y preguntó:

-¿Para dónde va?, ¿cuántos días?

Nuestro amigo respondió todo y sin que pasaran 30 segundos, la funcionaria estampó el sello de salida. De una vez pasamos los otros y en menos de dos minutos íbamos camino al puente para registrar la entrada en Migración Colombia. No lo podíamos creer, sin filas ni sobornos, estábamos rumbo a Cúcuta.

La Parada

Mientras caminábamos sobre el puente agarrábamos la maleta con fuerza y chocábamos contra la multitud que transita a diario para buscar del lado colombiano lo que no consigue en Venezuela. La mayoría de la gente trastea con bolsas de mercado, repuestos de vehículos, medicinas y hasta cauchos (ruedas) de todos los tamaños. Cientos de jóvenes con la piel tostada por el sol se abren paso con sacos en la espalda. El trabajo de cargueros les da para comer, pero quién sabe cuánto tiempo puedan aguantar con el peso de la sobrevivencia a cuestas. Los famosos “conteiner” que aparecieron en mitad del camino para obstruir el paso de la ayuda humanitaria el pasado 23 de febrero todavía están ahí, se convirtieron en símbolo de hostilidad. Apenas cabe una persona por el costado. Se hace un embudo humano que lo ralentiza todo.

Una vez superado el obstáculo de metal se vislumbra la entrada a Colombia, solo nos separan unos 200 metros y el corazón se me acelera, pasar el control migratorio del camino toma pocos segundos. Los funcionarios neogranadinos apenas miran los pasaportes. Unos pasos más y llegamos a “La parada”, respiré tan hondo que el aire se me trancó por segundos. Por fin, después de casi ocho horas, logramos cruzar. El escenario es tétrico. Un montón de carpas amontonadas te revientan en la mirada la emergencia humanitaria. Unicef, Acnur, la Cruz Roja, el Servicio Jesuita a Refugiados, un hospital de campaña y muchos carteles te dan la bienvenida a la “zona cero”.

-¡Bogotá, directo, con aire, con wifi, con baños, se acaban los puestos…!

-¡Bucaramanga, saliendo. Me quedan pocos puestos. saliendo, saliendo!

-¡Manzanas, manzanas, manzanas a tres mil pesos el kilo, las manzanas…!

-¡Venga, sin compromiso, por aquí, tenemos la ropa interior y las medias, venga, pregunte sin compromiso…!

En este lugar se vende de todo, las ofertas abundan y los tarantines asfixian. A mi derecha hay un niño jugando con tierra, su barriga -prensada- evidencia que necesita un desparasitante cuanto antes. Los pies descalzos y la ropa también dejan claro que la miseria cruza fronteras. Todos caminan, yo estoy paralizado por los gritos, el llanto de una familia que se abraza y se despide con lágrimas a raudales.

-Cuídate, mi vida. No te metas en problemas. Haz caso, trabaja y se feliz.

Le dice una mujer a un adolescente que, presumo, es su hijo. El rostro de esa mujer luce cansado, pero siento que al final está aliviada de poder mandar a ese chico a un lugar libre, con oportunidades.

El Ejército colombiano patrulla la zona y hace correr a los que cruzan por los caminos verdes. Un helicóptero sobrevuela el área. La policía vestida de verde oliva vigila y trata de controlar a la masa, pero es imposible. No se puede con tanta gente urgida y deseosa de libertad. Veinticuatro horas antes se desató el pánico porque los grupos armados abrieron fuego contra los uniformados. La batalla se dio debajo del puente, la gente se resguardó como pudo. Debajo de los toldos, tirados contra el suelo o simplemente cubriéndose con las maletas. Es una lucha sin cuartel que todos los días libran las autoridades contra quienes intentan adueñarse de las trochas -caminos verdes-, y pretenden generar el caos. Por eso dicen que es la frontera más caliente de América Latina.

-Ayer esto fue horrible, las bandas otra vez hicieron de las suyas. En las noches es terrible. Pasan de todo por esos montes.

El testimonio es de una mujer que vende helados y estaba justo en el lugar del enfrentamiento. Dice que las balas pegaron de la baranda del puente y es un milagro que nadie haya resultado herido. Los “irregulares” visten con “blue jeans”, franela blanca y botas de goma. El arma la ocultan en la cintura con un trapo, aunque se les marca. La idea es que te des cuenta de su presencia, que los veas y sientas que están, que tienen el poder de cruzar sin que nadie los revise ni les pidan papeles. La mujer se relaja y me cuenta que, durante los días de febrero y marzo, cuando intentaron pasar la ayuda humanitaria, los mismos grupos se paseaban del lado venezolano amedrentando y montando guardia junto a las unidades militares. Es su versión de la historia, pero después estar ahí más de medio día, no dudaría que resulte verdad.

Si tuviera que describir la escena de la frontera en una frase, diría que ese pedacito de Colombia es: un campo de refugiados que todos quieren alcanzar. Este lugar alberga las aspiraciones que muchos venezolanos quieren lograr. Es el principio. La primera parada para quienes no tienen dinero para pagar un boleto de avión directo desde Caracas.

¿Cuántos por día?

Pasadas las cinco de la tarde, nos adentramos en las instalaciones de Migración Colombia, en la entrada de la casona donde están los funcionarios nos recibió un militar armado con un fusil y nos anotó en la parte posterior del pasaporte un número y una firma. Con tinta escribió el 905, que se corresponde con la cantidad de personas que pasaron ese día para sellar la entrada. Solo ese día casi fui el número mil. ¿Cuántos cruzan diariamente?, según los datos de las autoridades migratorias, menos del diez por ciento de los que cruzan la frontera se registra. La amplia mayoría lo hace con el carnet fronterizo o simplemente cruza sin más nada que la voluntad de arriesgarse. Repito, cualquier ejercicio de cuantificar resultará en un dato dudoso. La amplitud de esta frontera no aguanta un contador de migrantes.

Al salir de la taquilla de migración y con la tinta todavía fresca en la hoja del pasaporte, salimos otra vez al que parece un campo de refugiados. Nuevamente los gritos, las cajas, las maletas, las ofertas, el olor a orine y la polvareda. Los rayos de sol caen tímidos sobre el pronunciado atardecer. La movilidad continúa, todo sigue frenético. Tenemos mucha hambre.

-Buenas tardes, ¿en cuánto las papas?

Nos acercamos y preguntamos a un joven que se levanta de una silla plástica y se acomoda para despachar la poca mercancía que le queda en la vitrina grasienta.

-Dos papas con gaseosa a tres mil pesos. Me quedan de carne, pollo y arroz con carne. ¿Cuántas quiere?

El día termina así, con una papa rellena en la mano y la mirada puesta sobre lo que parece una escena de la segunda guerra mundial. Militares, pobreza, destrucción. Siguen los gritos, el mal olor y el caminar apurado de los que apenas comienzan el viaje al futuro. Contemplo y agradezco la oportunidad de estar aquí para poder narrar que la migración es real, que es una estampida sin control. Que las mafias son reales, acechan y se camuflan en la institucionalidad. Que la miseria existe y tiene lombrices en la barriga, que los venezolanos huyen y se exponen a la maldad de un sistema que es capaz de coexistir con la criminalidad solo para protegerse y ganar tiempo.

A lo lejos ondea la bandera de Venezuela, el tricolor con las estrellas descolgadas. Un mural del Che Guevara dice que el presente es de lucha y el futuro nos pertenece. No sé, pero no pierdo la esperanza de que en verdad le pertenezca una generación que pueda vivir en democracia y no bajo la bota del totalitarismo.

Sobrevivir en la frontera venezolana, donde no hay bolívares y nadie los quiere

Frontera Arauca

Ante mis ojos tengo la distorsión económica en su máxima expresión. Pido una caja de fósforos y no la puedo pagar porque no aceptan bolívares. Casi al mismo tiempo, una señora se acerca al mostrador y pregunta:

– ¿En cuánto el kilo de cochino?

Sentado en una silla de plástico y con los pies descalzos sobre la tierra seca, un hombre responde con recia voz de llanero:
– A cinco mil quinientos el kilo, ¿cuántos te vas a llevar?
La mujer, que no queda muy conforme con la respuesta vuelve sobre el precio.
– ¿Pesos (colombianos) o Bolívares?

El hombre se levanta de la silla y con risa de burla y molestia replica:
– Pesos, mi amor. ¿Qué es eso de bolívares?, aquí la moneda es el Peso.

«Nadie acepta esos bolívares, eso no sirve pa’ nada», dice tajantemente.

Cabizbaja, la mujer se acercó al marrano colgado de un árbol y pidió que le pesaran una paleta.

– Aquí tienes, un kilo y medio.

La transacción cerró en 8.250. Ella se sacó del sostén unos billetes enrollados y, como quien suelta un tesoro, se los pasó al hombre que se quitaba la grasa de las manos con un camisa sucia y rota.

Con el último palito de fósforo que me quedaba prendí un cigarro y me fui a buscar otro lugar para comprar más. Junto al drama político, el descalabro económico es de las cosas que más pegan en la moral del venezolano. No poder pagar lo más básico da vergüenza. Trabajar y no poder comprar lo mínimo es de las injusticias más penosas.

Llegué a la frontera el sábado por la tarde, cené dos perros calientes y un vaso de jugo. La cuenta alcanzó los siete mil pesos. Representa más de la mitad de lo que se ganan los empleados públicos. Mi viaje es de trabajo. No de placer. En Guasdualito la gente se las arregla como puede. Los campesinos siembran la tierra y venden sus pequeñas cosechas de plátano, ají, yuca, arroz y maíz a los comerciantes que las pagan en pesos. La moneda colombiana es la que marca la dinámica económica de este destartalado pueblo de los llanos.

Alguna vez fue tierra petrolera y próspera. Dice un hombre que nos invitó a pasar el domingo en una pequeña finca. «Un avión llegaba todos los días a las ocho de la mañana y se devolvía a las cinco de la tarde, todos los días traían a los trabajadores de Pdvsa. Esta era una zona de comercio y tránsito de gandolas que cruzaban el país con azúcar, leche, ganado, cerdos, pollos, maíz…», se le corta la respiración. Suspira.

Este angosto lugar en el mapa venezolano limita con el departamento de Arauca, una ciudad que creció de la noche a la mañana y que hoy no se da abasto con la demanda de los venezolanos que cruzan el río para comprar medicinas, jabón de lavar ropa, pesticidas y herramientas para labrar los campos. «Todo se compra allá», me dice una compañera de trabajo. «En la última quincena me pagaron 70 mil bolívares y cuando los cambié a pesos me dieron 14 mil» -algo más de 4 dólares-. Con eso se pudo comprar unos paquetes de arroz, harina y huevos. No más.

En el Alto Apure -Guasdualito-, poco circula el Dólar, el Euro casi no se conoce, pero sus habitantes son unos matemáticos a la hora de calcular el valor de los productos en moneda colombiana. «Mil pesos son -hoy-, 7.699 bolívares», me explica que el valor cambia dos veces al día y que se calcula dividiendo el monto en pesos entre la taza del momento -0,13 a esta hora-. Aquí la mayoría de la gente no sabe el concepto de la economía de mercado, pero lo aplican a la perfección. No están muy interesados en las cifras macroeconómicas, pero se saben de cabo a rabo las leyes de la oferta y la demanda. No conocen el famoso Petro del Gobierno, pero si del riesgo que representan los grupos armados que controlan las sabanas y los pasos ilegales de la vasta frontera.

Frontera de armas tomar

Los habitantes de estos pueblos hablan de los grupos «irregulares» sin especificar nada. Ninguno tiene nombre propio, no se identifica en voz alta a los que patrullan por las noches e impiden la libre circulación de los ciudadanos. Nadie se atreve a denunciar las arbitrariedades porque presume su destino. Los dueños de las fincas aceptaron los impuestos que deben pagar constantemente a esos grupos para mantenerse a salvo. Para resguardar el ganado y la libertad de seguir produciendo.

«Los grupos armados controlan todo», relata un hombre que prefiere no decirme su nombre. «Mensualmente mandan a una comisión a recoger el pago de la vacuna«, -así se le llama al pago que hacen por extorsión-. La cuota se puede entregar en Pesos o Dólares, también aceptan vacas, leche o pollos.

Todos los insumos para la producción se compran en Arauca, «por eso es por lo que vendemos la mercancía en Pesos, el Bolívar ya no existe. Lo que falta es que un día de estos Colombia nos ponga una bandera en la plaza y nombre un gobernador«. Según este hombre, el Estado venezolano se olvidó de estos parajes. «Hasta los niños prefieren estudiar del otro lado«.
El anuncio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no agarró por sorpresa a nadie. Los testimonios de los pobladores indican que nunca se fueron del todo. Aunque la región del Arauca es abiertamente controlada por del Ejército de Liberación Nacional (ELN), «las guerrillas ahora se comparten el negocio», asegura un joven que ha visto -según su testimonio-, como ambos grupos montan retenes y se dividen los sectores. Siempre en armas, nunca en política. La presunción de los habitantes de la frontera es que volverán los atentados y las masacres. Lo probable es que recrudezcan los secuestros y los enfrentamientos con el ejército colombiano en los territorios que ahora ocupan los migrantes. Un peligro de padre y señor mío.

Ganarse la vida

Retomando el tema económico y las distorsiones, hay que decir que los ciudadanos de la frontera se las ingenian para sobrevivir. Un día a la vez. Hoy comemos, mañana veremos. Los que están pensando en el futuro usan la creatividad para planificar el día después. El momento en que el gobierno cambie y la sombra del socialismo bolivariano no sea más que un mal recuerdo en sus vidas. La inventiva sale a flote cuando el estómago está vacío. Familias enteras improvisan emprendimientos para fabricar jabón o procesar la comida que siembran y recolectan. La solidaridad también aflora y, con ayuda de organizaciones internacionales, los más pobres comen y son atendidos en improvisados campamentos de la Cruz Roja.
Llevo casi cinco días en la frontera y la película de vivir en Caracas -la capital- se me borró. En mi mente van quedando las interminables colas para comprar combustible y la piel reseca de los llaneros. Las carreteras destruidas -cual consecuencia de un bombardeo- y los cuerpos famélicos de los niños que juegan en la tierra seca. También el verdor de las sabanas y las vacas que presagian un mundo de oportunidades para salir de la ruina. Un ojalá se me ahoga en la incertidumbre de volver y no encontrar a la gente en la cuerda floja.
-Buenos días, ¿cuánto cuesta el pasaje hasta San Cristóbal? Le pregunto al chofer de un autobús.
-Ocho mil pesos. Me responde mientras agita las llaves para abrir un maletero.
– ¿Y en Bolívares?, insisto.
– 35 mil, pero en efectivo. Sentencia.

¿Quién carajo tiene efectivo en este país?, pienso. Qué más. Voy a tomar este bus y luego les sigo contando. Ahora voy a Táchira, a la otra frontera, a la que dicen que es la más movida de América Latina.

Nos leemos después.