Caracas: relato de un día en la guerra

Foto: Archivo web

¡Valientes, valientes, valientes…! Gritaba una multitud cuando una camada de muchachos y muchachas se abría paso. Uno detrás del otro. Con una mano agarraban el hombro de su compañero, y con la otra un escudo hecho de metal o madera.

¡Ay mijo, que Dios te bendiga!, les gritó una señora disminuida por la masa. Ellos, sin mirar a los lados seguían caminando entre la gente. Con el rostro cubierto, apenas se les veían los ojos impregnados de antiácido.

En sus espaldas colgaban bolsos viejos y manchados. De su interior salían franelas, máscaras y vinagre. La gente los aplaude y les hacen cargar el peso de la resistencia.

En la tarima desfilaron diputados, gobernadores, dirigentes y hasta artistas; algunos más aplaudidos que otros. Pero, a ellos, a estos chamos, los reconoce toda la masa enfurecida y dispuesta a marchar. Poco a poco se van perdiendo entre la gente, vienen otros y otros. La escena se repite. También está el que jura que dará la vida por la libertad.

Son más de 400, quizás 500. Oficialmente no sé cómo se llaman, pero yo les puse «el ejército de la resistencia». Son jóvenes, quizás niños. Hombres y mujeres con botas, pantalones, rasgos de inocencia y una decidida actitud de enfrentarse con quien sea.

Comienza la marcha y estos muchachos van al frente. A paso firme. Cada zancada los acerca a un inminente combate. Arriba está la Guardia, -especulan algunos manifestantes-. «No, es la policía», -replica otro con más certeza-. Ellos no se inmutan y siguen.

A ciencia cierta no sé de dónde salieron, no sé quien les compró los cascos de construcción que les protege la cabeza. Tampoco sé si les pagan o si reciben entrenamiento militar. Solo sé lo que vi.

Era la una y media de la tarde y la angosta calle de La Castellana se colapsaba con la cantidad de personas que deseaban llegar hasta el Tribunal Supremo de Justicia, aunque, antes debían llegar a la Avenida Boyacá; mejor conocida como «la cota mil». Un helicóptero de la Policía Nacional Bolivariana sobrevolaba la manifestación y descendía hasta un punto muy bajo. Algo peligroso.

Al llegar al distribuidor «La Castellana», sin mediar palabras: ¡Pum! Se escuchó la primera detonación. El humo apareció. La guerra estaba declarada. El ejército de la resistencia comenzó a actuar.

Junto a mi compañero de cobertura, nos acercamos hasta estar a unos 200 metros del piquete que en definitiva era de la Policía Nacional Bolivariana.

Al cabo de 10 minutos ya era una batalla campal: Los uniformados -motorizados- lanzaban las bombas lacrimógenas directo a los escudos de aquellos muchachos. Disparaban de frente. Yo lo vi y lo escuché.

Desde la trinchera, con guantes aislantes, los jóvenes agarraban las bombas y las regresaban como expertos en lanzamiento de bala. Otras eran sacadas de circulación y caían en conjuntos residenciales.

Por momentos, los funcionarios se replegaban y el ejército de muchachos avanzaba junto a la multitud. De aquel lado, los policías usan máscaras y portan armas para lanzar –más rápido y más seguido- las bombas y los perdigones.

¡Un médico, un médico!, -gritan desde la trinchera-, y acto seguido aparecen otros chamos –casi niños- corriendo con la cruz verde en la espalda. Son estudiantes de la Universidad Central de Venezuela que se han convertido en expertos paramédicos de la guerra. Sube una motocicleta, atienden al lesionado y en cuestión de segundos ya va camino a un centro de salud.

Ya son las dos y treinta de la tarde. La batalla sigue sin piedad. Heridos van, heridos vienen. Asfixiados van y paños con vinagre y antiácido vienen. La policía aumenta la fuerza e intenta una emboscada por calles paralelas. «El ejército de la resistencia» se repliega y aparecen las bombas molotov. También las piedras.

Nosotros corremos de un lado a otro, con una franela impregnada que nos permite respirar entre el humo y el retumbar de las “Thump-Gun” –Escopetas M79- que lanzan las bombas y hacen un ruido espantoso.

Con botellas llenas de gasolina y con piedras hacen retroceder a los motorizados y la gente celebra. Todo vuelve a la calle principal de La Castellana. Ahí, el escenario no cambia.

A las tres de la tarde –cuando la situación era de mucha violencia- aparecieron dos tanquetas. Se multiplicó el poder represivo del Estado. La masa ya está disminuida y el ejército de jóvenes cansados de correr en subida. Las imponentes máquinas se ubican en una posición de superioridad cartográfica y comienza una embestida sin contemplaciones. Corremos.

Los golpes en los escudos de madera y metal suenan muy fuerte. Los policías siguen disparando de frente; a quemarropa. Un grupo de mujeres mayores reza un rosario y el helicóptero no deja de sobrevolar la zona.

¡Vamos pa’ la autopista! –gritan varios muchachos-, nosotros comenzamos a bajar, las piernas no responden igual. Ya son las tres y treinta de la tarde. Atrás vamos dejando el ruido de las escopetas, los escudos y el humo que asfixia como mano decidida a estrangular.

Es primero de mayo de 2017, un primer acercamiento a la barbarie, al caos y la represión desmedida. Salimos ilesos, un amigo nos recibe en su casa, descansamos una hora y media y seguimos la caminata.

De vuelta a la calle, en Altamira se concentra un grupo de gente, en la calle que conduce a la autopista Francisco Fajardo hay otra batalla campal. Intentamos acercarnos lo más que podemos. A pocas cuadras, otro ejército de muchachos resiste una embestida más de tanquetas y perdigones. Retroceden, nosotros también.

Tratamos de correr, pero ya es inútil, las piernas no dan más. El cuerpo no está en forma y no resiste. Emprendemos la ida final.

Caminamos Altamira, La Castellana, Bello Campo y Chacaíto. El gas lacrimógeno nos acompaña y nos obliga a sacar otra vez la franela impregnada en vinagre y bicarbonato. La ruta parece eterna.

Comienza a caer el sol, pasadas las siete de la noche ya estamos cada quien en su casa. En mi caso, destruido moral y físicamente. Estamos en guerra. Desde ese momento y hasta hoy sigo pensando en esos chamos. ¿Valientes?, no sé. Lo que sí puedo decir es que, si no estuvieran en la vanguardia, las cifras rojas serían mayores. La policía no está disparando para contener sino para hacer daño.

Ya es cuatro de mayo, sigo oliendo a gas, a pimienta; sigo con las piernas adoloridas y el alma espantada. ¿Nos vamos a matar unos a otros? A esta hora se me cruzan por la mente los más de 300 heridos del 3 mayo en Caracas, las tanquetas chocando, la otra embistiendo a unos manifestantes.

A esta hora pienso en el hijo del defensor y su “pude haber sido yo”. Pienso en Armando Cañizales, Juan Pablo Pernalete y en todos los jóvenes que dejaron sus vidas en las calles en estos últimos treinta días.

Son las once de la mañana del cuatro de mayo. Debo poner punto y final, al menos por ahora, porque la historia no termina. ¡Qué Dios nos proteja!

Héctor Ignacio Escandell Marcano

4 de mayo de 2017

Un comentario sobre “Caracas: relato de un día en la guerra

  1. Hola HECTOR ESCANDELL me encanta tu crónica y lo mejor de todo es que fue real no te lo contaron lo viviste, no lo estas inventando, solo así se cree todo lo que realmente esta pasando en nuestro país, viviendo la experiencia corriendo, gritando, sintiendo el dolor de otr@s por la perdida de un familiar o el solo hecho de ver como perdemos las oportunidades y riquezas de nuestra VENEZUELA gracias por arriesgarte y mantenernos informados con la verdad, sin mentiras gracias, gracias, gracias un abrazo excelente trabajo……=)

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